lunes, 17 de abril de 2006

AQUI EN LA TIERRA COMO EN CIELO


Aquí en la tierra como en el cielo


Para Carlos padre, Sergio hermano,
Carlos hijo y Alejandro,
aquí en la tierra como en el cielo.


RECUERDO NÚMERO UNO
(de cuando se pierden los cuatro)


Cuando se les ocurrió detenerse, miraron a su alrededor y lo único que encontraron fue tierra, hierbas, nubes y un sol que los hacia sudar a chorros y entrecerrar los ojos porque se deslumbraban. Mateo se quitó el sombrero y miró al cielo, hizo cálculos mientras los demás lo miraban con ojos de duda, ni Pedro con su mal humor, ni Santiago con su fortaleza atinaban a descubrir lo que pensaba Mateo, un viejo que miraba al cielo como si allí fuera a encontrar la respuesta a lo que estaba sucediendo. Entonces Juan, el más joven de los cuatro, sentado en una piedra mientras arrancaba ramas secas, se le ocurrió decir.

- Yo creo que ya nos perdimos.

Pedro, un flaco jodido y siempre encabronado, se limpió el sudor con un trapo viejo y miró a Juan con ganas de darle un chingadazo, pero nomás le atinó a decir.

- Tú que vas a saber escuincle pendejo, límpiate los mocos y deja de estar chingando.
- Yo nomás decía, llevamos camine y camine y no vemos claro, ni un letrero, ni un ruido, ni siquiera el río.

Santiago no había dejado de acompañar en silencio al viejo Mateo en su observación al cielo, lo respetaba por encima de todas las cosas y confiaba en todo lo que le dijera, por algo estaba siempre a su lado, atento y en espera de alguna indicación; pero lo que había dicho el escuincle le había hecho gracia, por eso soltó una carcajada que se debió escuchar hasta en el mismo infierno.

- ¿Y que querías, cabrón? ¿Un letrero que dijera: Ya llegastes?

Mateo dejó de ver al cielo, miró a sus compañeros burlarse del escuincle que no les respondía nunca. Se apoyó en la rama seca que le servía de bastón y como si fuera una profecía, a su modo y con sus formas les atinó a decir.

- Yo creo que es por allá, las nubes siempre vienen de donde viene el mar y a donde vamos debe tener mar.

Ni Pedro, ni Juan le entendieron a Mateo, y no porque no escucharan sino porque Mateo no hablaba bien. Pero para eso estaba Santiago, que se encargaba de traducir, a su modo y a su entender.

- Que dice que es por allá.

Y señaló al norte, para donde venían las nubes. Se levantó Juan y se prepararon para seguir. No llevaban equipaje, solo eran ellos en medio de la nada. Caminaron un poco en silencio, hasta que Pedro no se aguantó más y tuvo que recordar a la culpable de sus males.

- La culpa la tiene esa pinche vieja.

Santiago murmuró mientras caminaba.

- ¿Pinche vieja? ¡Hija de la chingada!, vieja tenía que ser y nosotros de pendejos que le hicimos caso.

Mateo se detuvo y le dio un chingadazo a Santiago que lo tumbó al suelo, Pedro intento defenderlo pero a él también se lo chingo el viejo, el escuincle los veía de lejos sonriendo mientras el viejo les advertía.

- Pues será muy hija de la chingada, pero mira donde los tiene cabrones, ¿Qué no quieren llegar, no quieren cruzar o se quieren quedar aquí perdidos? Levántate Santiago, ayúdale Pedro, no te quedes ahí como pendejo y deja de estar maldiciendo que la encontraste, bendice que la conociste y ruega que nos deje llegar a donde queremos.

Pedro ayudó a levantar del suelo a su amigo Santiago que se sobaba una y otra vez, más que el dolor, el coraje y la vergüenza. Miró a los ojos al viejo Mateo como lo hacía siempre, como lo hacía cuando quería tener una respuesta.

- ¿Y a donde queremos llegar?


RECUERDO NÚMERO DOS
(de cuando se descompone el camión)


En el camión de redilas rojo infierno la defensa trasera decía con letras amarillas ¨ojos que te vieron ir…¨ y se abría paso en medio de un camino de terracería que levantaba el polvo como si fuera niebla de las montañas. Juan, aquel escuicle pendejo, estaba sentado con las piernas volando y miraba el camino que se iba quedando atrás mientras se chupaba una naranja a la que exprimía una y otra vez. El viejo Mateo usó un bulto de paja de los muchos que el camión llevaba para hacerse un sillón que simulaba un trono, su mirada perdida en el suelo era una señal de que pensaba, solo se sostenía por esa vara que en otro tiempo fuera una rama y hoy seca y rota como él, solo podía servir de bastón. Santiago el que tenía huevos y Pedro el encabronado miraban de pie el camino que recorrían, cada uno en un extremo, como guardias que protegían un tesoro, bien agarrados de donde podían porque eso si, el camión rojo infierno se movía peor que un terremoto, hasta que de pronto comenzó a dudar; frenaba y andaba, se detenía de pronto y seguía un poco más, hasta que de plano no pudo continuar y suspiró lanzando una humareda que despidió por el escape. Había renunciado a ser quien transportara a estos cuatros hombres y el viaje llegó a su fin.

La puerta del conductor se abrió y de él bajo la Chingada Vieja, una hembra bien plantada de cabellos negros y ojos grandes, enormes como ventanas en donde podías mirar el mundo, con su cuerpecito entero y bien moldeado, vestida de domingo para recorrer el zócalo de un pueblo cualquiera. Se recogió el cabello y se limpió el sudor, abrió el cofre del camión y más humo salió de él.

- Ora si se chingó el negocio. Hasta aquí llegaste Matador.

La Chingada Vieja le dio la vuelta al camión y se paró frente a los 4 hombres que la miraban intactos en sus lugares, sin saber que hacer: ¿levantarse, quedarse en su lugar, bajar la mirada, convidarle naranja, soltarse a llorar?. Optaron por no moverse, quedarse quietos mirándola como les gritaba aquella que se sentía la jefa.

- Con una chingada, aparte de cabrones, huevones. Están viendo el temblor y no se hincan. ¿Se piensan quedar ahí de mirones o que?, ¿O quieren que les de la mano para bajar? ¡Órale, andando y miando pa´ no hacer charco! Que esto ya chingó a su madre.

Le quitó la naranja al escuincle pendejo y se la comenzó a comer, se paró de nuevo frente al cofre del camión y lo revisó como toda una experta. Los hombres solo se acercaron y miraban desde los costados, como se miran los toros, desde la barrera. La Chingada Vieja movía piezas del Matador, como si fuera una cirujana experta en transplantar motores, tomaba las piezas a diestra y siniestra y las cambiaba de lugar.

- Ora si mi Matador, yo creo que ya te toca descansar tantito. Tanto pinche ir y venir ya te dio en la madre.

Los cuatro hombres se sentían intimidados con la conversación entre la Chingada Vieja y su camión de redilas al que bautizó como ¨El Matador¨. Ella también se sintió incomoda y decidió terminar con la situación como solo ella sabía, apunta de mentadas y con la mano dura.

- Pues me van a perdonar señores, pero dice mi mamá que siempre no. O lo que es lo mismo: ¡A chingar a su madre cabrones!. De aquí pal´ real van a tener que seguir solitos, Yo no voy a dejar al Matador aquí nomás a expensas de que le pase algo pior, ya veré como le hago pa´ que vuelva andar, que por algo soy quien soy.

Santiago el que tenía huevos se atrevió a hablarle y tratando de no mostrarle ni tantito miedo, dio un paso al frente, como hacen los soldados para hablarle al superior, la miro a lo ojos y le habló muy serio.

- ¿Pero cómo vamos a llegar si no sabemos el camino?.
- Ay tu, pus estarás pendejo, como si fuera tan difícil… ustedes nomás caminen. ¿O me van a decir que se les hace tarde?, si tiempo es lo que les sobra.

Pedro el encabronado no se pudo aguantar las ganas de echarle bronca y entonces quitó a Santiago de su lugar de adelantado y le habló derecho a la Chingada Vieja.

- ¿Pero para dónde caminamos?, si supiéramos para donde no vendríamos contigo, para eso vienes tú, pa´ decirnos el camino, pa´ llevarnos para allá.

A ella los gritos de Pedro le hicieron lo que el viento a Juárez, lo único que le importaba era su Matador que no arrancaba, por eso le seguía con la talacha e ignoraba los gritos pendejos del encabronado.

- Siempre al norte, siempre pa´ arriba, cuando menos se lo esperan van a estar allá.

Pero a Pedro no lo ignora nadie y entonces ya no habló recio, ahora comenzó a gritar.

- ¿Y si nos perdemos?

A la Chingada Vieja se le terminó la paciencia y entonces fue que le puso atención.

- Pues ya se encontraran. Ay ya dejen de estar de chingados chillones y apúrenle que si no les agarra la noche y entonces si, se van a acordar hasta del día que nacieron…

Santiago el que tenía huevos le habló quedito pero con ganas de que le calara hondo lo que le decía, con ganas de que entendiera su mentada de madre.

- De la que nos vamos a acordar va a ser de ti…

Y la entendió muy bien, tanto que se olvido del Matador por un momento y se les enfrentó, se les puso muy cerca, les acercó la cara y les habló con ganas de que la escucharan bien. Mateo el viejo solo la miraba de lejos junto al escuincle pendejo.

- De mi nadie se olvida cabrón, que por algo soy quien soy. Y órele –le escupió a Pedro en la cara - por culero, pa´ que aprendas que no es de contentillo, por mi te hubieras quedado ahí mismo donde te encontré.


RECUERDO NÚMERO TRES
(de cuando conocen a la Chingada Vieja)


- Los velorios son todos iguales, un muerto y unos que lloran, uno que se va y otro que se queda. Nunca se sabe quien esta más jodido ¿si el muerto o el vivo?, porque uno ya se va a la vida eterna, la que tanto prometieron, en la que ya no te duele nada, ni te preocupas más, en donde están todos los que ya se fueron a vivir la vida eterna. Pero también está el infierno del fuego eterno, del demonio que condena, que achicharra, el de las almas perdidas, donde viven los que fueron malos, los que no supieron ser buenos porque no quisieron o porque así les dio la gana, ese infierno que te hace arrepentir de todo lo que hiciste y hasta de lo que no hiciste. ¿Pero y el otro?, el que se queda en esta vida, el que se queda solito, solito a vivir en este valle de lágrimas.

Así decía una anciana envuelta en un rebozo negro, con rosario en mano y mirada de sabiduría cuando miró pasar a la Chingada Vieja frente a ella y aunque aquella le sonrió, la anciana se persignó, cerró sus ojos y comenzó una oración que parecía murmullo.

Del otro lado los cuatro hombres, los cuatro perdidos en medio de la nada, los cuatro desalojados de un camión rojo infierno llamado Matador, hacían guardia de honor y lo hacían como se hace siempre, con el sombrero en las manos y la mirada en el suelo. El dolor que se supone sentían se les confundía con la vergüenza; pero estaban ahí, paraditos cuidando al muerto para que no se fuera, acompañándolo en eso que le dicen es su último adiós.

Y la Chingada Vieja se les acercó, echó una miradita al cuerpo e hizo cara de asco sin ningún remordimiento, se les puso enfrente por primera vez y tuvo que tronar los dedos para que la vieran, la mirada de Mateo, Juan, Santiago y Pedro por fin se plantó en ella. Con calma y serenidad, compadecida un poco, les anunció.

- ¡Orales! ¿O qué, se piensan quedar aquí, ya se arrepintieron o qué?

Los cuatro hombres la miraron y se miraron entre ellos, no dijeron nada porque no sabían que decir. La Chingada Vieja salió del velorio caminando sin ningún respeto, como si lo hiciera en medio de la plaza del pueblo y sin verla ni temerla comenzó una letanía disfrazada de queja.

- Siempre es la misma cantaleta, que si no me quiero ir, que si espérame tantito, que si deja me despido de fulanito, que quién sabe cuando los vuelva a ver, que no se podría otro día mejor, que deja me llevó esto pal´ camino, que si que tal que no se me hace verlos otra vez…

Pedro en el encabronado se detuvo en seco para decirle algo por primera vez. Y se lo dijo con respeto pero con ganas de reclamar.

- Usted porque va y viene, pero uno…

Llegaron al camión de redilas rojo infierno cuando la Chingada Vieja se detuvo. Habían dejado atrás la casa del velorio, estaban solos, los cuatro hombres y la Chingada Vieja que por fin explotó.

- Usted porque va y viene, va y viene. A chingar a tu madre vas a ir y venir si no te calles cabrón. Ya estoy harta de andar de lleva y trai, a poco crees que una no se cansa de hacerle de transportista, de mudancera, de su chofer. Pinche trabajo el que me tocó a mi, que ve por ellos, que ayúdalos a cruzar, que mira como corren para estar del otro lado, que regrésate tú otra vez, que mira como la felicidad la alcanzan otros, otros, siempre otros, otros que nunca son tú.

Santiago el que tenía huevos se le adelantó a su amigo Pedro y hablándole recio, se dirigió a la Chingada Vieja para ponerla en su lugar.

- Pus si no le gusta pa´ que se alquila.

Si la Chingada Vieja estaba enojada, ahora se enfureció. Se le puso enfrente a los hombres que la hacían de valientes y como una generala que castiga soldaditos se comenzó a defender.

- Ándale cabrón, no te sabía esta gracia… con que también le haces al claridoso.
- Nomás cuando se necesita – respondió el que tenía huevos-.
- Pues conmigo vas a ver que no se necesita, cabrón. Cuando tu vas yo ya vine y nomás descuídate pendejo y vas a ver con quien estas tratando…

El viejo Mateo, con todos sus años y con toda la paciencia que había acumulado se acercó a los dos envalentonados y los echó para atrás. Se presentó ante la Chingada Vieja y fue el primero en tratarla bien, como hacia mucho que no lo hacían.

- Señorita, dispénselo, él es… así.

Ella supo reconocer en ese viejo a un hombre, aunque era uno más de los que tenía que llevar del otro lado, este era diferente, tal vez los años, tal vez esas ganas de tratarla bien. Por eso ella cambió su tono, le habló quedito, hasta parecía que le tenía respeto a ese viejo que parecía un sabio.

- No, dispénseme usted, lo que pasa es que a mi también me sale lo claridosa y entonces es cuando la marrana tuerce el rabo.
- Nosotros la seguimos – se dispuso el viejo-.

La Chingada Vieja dejó a los hombres donde estaban, abrió la puerta del Matador y se sentó en el marco de la puerta. Por primera vez mostró un signo de cansancio, de descanso.

- Así me gusta, tranquilitos. ¿A poco creen que a mi me gusta mi trabajo?. No, que va. Mañana ustedes van a estar en el paraíso, pasándosela a todo dar, felices… y yo?, pues aquí de vuelta, en la chinga, en el pásalos de un lado a otro, en el diles que no tengan miedo, en el en una de esas y yo también me quiero ir con ustedes.

Los hombres se acercaron más tranquilos, sabían que no estaban en condiciones de rezongar y mucho menos con ella, tenían que llegar del otro lado y también se tenían que aguantar. Juan el escuincle pendejo con la mirada en el suelo y casi murmurando la interrumpió.

- ¿Y por qué no se queda con nosotros?
- Porque yo soy de acá, a mi me toca quedarme acá. Aunque me miren feo y aunque les de miedo. ¿No han visto como me miran todos?. Y si vieran lo que dicen de mi, ahí mismo en el velorio se persignaban cuando yo pasaba, me cierran la puerta en las narices, hasta los perros aúllan cuando me ven venir. Este pinche trabajo termina por cansarla a una, pero que puedo hacer yo… Por mi los dejaba donde estaban, en ese pinche velorio lleno de chillonas…


RECUERDO NÚMERO CUATRO
(de cuando están en el velorio)


El velorio había empezado y los cuatro hombres hacían guardia, se acercó aquella anciana del rebozo negro y detrás de ella otros hombres y mujeres, de esos que llaman deudos y hay que abrazar cuando se llega, para dar el pésame, para decirle aquella frase que se escucha pero jamás consuela ¨te acompaño en tu dolor¨. La anciana del rebozo negro se paró frente al primero de los cuatro ataúdes ordenados unos junto a otros y escuchó lo que le decía una mujer que la seguía.

- ¿Quién lo iba a decir? Ahorita estás mañana quien sabe.
- Dicen que fue un rayo, estaban debajo de un árbol, venían de la cosecha.
- Habrá que ir a recoger su alma, a ponerles una cruz.
- Por mi que tumben el árbol, pura desgracia, puro dolor.
- Y mira que morirse los cuatro…
- No. Si de que la muerte es cabrona, es cabrona.
- Esa no avisa, es como los apestados, nomás se aparece de pronto sin decir agua va.
- Y qué le vamos a hacer, ley de vida, para morir nacimos...
- Rezar, rezar…
- Padre nuestro que estas en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase señor tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo…

Mateo, Santiago, Juan y Pedro esperaban tranquilos y en silencio que llegara por fin aquella a la que el viejo Mateo trató bonito y se ganó su compasión, tanto que le respondió cuando le preguntó.

- Y a todo esto, ¿Cómo se llama usted?.
- ¿Yo?. Yo no tengo nombre, bueno si, tengo uno, pero suena re feo: muerte. Así me dicen, la muerte.


REGRESO AL RECUERDO NÚMERO UNO
(de cuando se preguntan ¿a donde van?)


Pedro ayudó a levantar del suelo a su amigo Santiago que se sobaba una y otra vez, más que el dolor, el coraje y la vergüenza. Miró a los ojos al viejo Mateo como lo hacía siempre, como lo hacía cuando quería tener una respuesta.

- ¿Y a dónde queremos llegar?

El viejo ya se había adelantado un poco apoyado en su vara, con pasos lentos, siempre al norte como le había dicho la Chingada Vieja del nombre feo, del nombre muerte, aquella que ahora ya era un recuerdo más, uno de entre tantos que llevaban en su lista de cosas que recordar. Se cumplía aquella frase que había repetido una y otra vez: ¨los hombres somos puros recuerdos¨, ahora eso era él también, un recuerdo que recordaba cosas. Tal vez por eso se detuvo y sin voltear atrás les respondió.

- ¿Cómo que a dónde? Al cielo, yo quiero ir al cielo.

Pedro el encabronado caminaba detrás del viejo acompañado de su amigo Santiago, se lamentaba por todo, por caminar, por no poder hacer lo que quería: volver. Porque a Pedro siempre le había gustado volver, pero ahora en medio de un camino desértico, lejos de aquel velorio que era suyo, solo atinó a decir.

- Nos lo contaron tanto, nos lo prometieron tanto.

Del que ya quedaba poco era de Santiago el que tenía huevos, ahora aquella característica era solo eso, un verbo en pasado; después del chingadazo que le dio el viejo todo su ánimo se vino abajo, poco a poco había comprendido su nueva condición de difunto y se entristecía cada vez más.

- Pero, pus quien sabe, a lo mejor y no nos lo merecemos.

Del escuincle pendejo hay poco que decir, para todos era solo eso, un escuincle y además pendejo, lo que no se habían dado cuenta era que siempre los hacía entender las cosas, los hacía pensar y los hacia pelear. Esta no fue la excepción, aun siendo el último de los cuatro, el que caminaba hasta atrás, volvió a abrir la boca para hacerlos dudar.

- ¿Y si ya llegamos y no nos dimos cuenta?


FIN DE LOS RECUERDOS.

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